domingo, 21 de agosto de 2011

Auxilio…


Una chicharra chirriaba sin descanso, anunciando la ola de calor que estaba por llegar. El alcance del impacto medioambiental, era de tal magnitud, que muchos lo denominaron apocalíptico y otros, devastador. Las hojas verdes de los eucaliptos y de los maracuyás, se tornaban amarillentas y grises, incapaces de procesar la clorofila e indefensas al no poder refrescarse con el agua que, hace tan sólo unos días, recorría la pequeña zanga situada unos pocos metros más allí. Ahora, se había trasformado en una línea estéril sobre la tierra.
En el otro lado del mundo, se vislumbraban las montañas de hielo convirtiéndose en añicos. Los trozos que se precipitaban hacia el mar, espumaban la inmensa superficie azul, anonadaban a los visitantes humanos y causaban una gran indiferencia a los pingüinos que habitaban la zona. La catástrofe se había convertido en un espectáculo demasiado cotidiano para que sus intuitivas mentes lo entendiesen, aunque sus cuerpos, sí sufrían por culpa del gélido calor.
Desde arriba, la tierra circunvalaba el centro de nuestra galaxia, el sol, sin cambiar de rumbo y sin entender el porqué se acaloraba. Su núcleo hervía con ahínco, el magma le derretía la fina superficie, el viento no la refrescaba y los nocivos gases, contaminaban su atmósfera. Con cada giro que daba, resoplaba y resoplaba, intentando girar cada vez más rápido para enfriarse, pero la fuerza de la gravedad no se lo permitía. La sal se condensaba en sus océanos, los escasos bosques se marchitaban, las selvas se cocían en su propio vapor y los jugos protoplásmicos se consumían a un ritmo trepidante.
La mano del hombre. El culpable inmediato de la deplorable situación. El milagroso desperfecto de la naturaleza. Un milagro que lo comprende todo, crea maravillas y, a la par, se autodestruye. Ecuaciones, bajorrelieves, placeres culinarios, la escritura, escrutar el cosmos, viajar a la luna, y a las profundidades del océano; movemos montañas, encauzamos ríos, creamos lagos… y, a lo mejor, sólo debemos agacharnos y desenchufar los aparatos sobrantes. Y nuestros hijos dispondrán de un mundo mejor en donde vivir.
    
Alexander Copperwhite

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