lunes, 29 de agosto de 2011

La cárcel de las vanidades


La oscura noche de invierno, amedrentaba el calor de las fogatas y junto ellas, los buenos pensamientos. Agazapados sobre el cálido chisporroteo de los escasos recuerdos que ardían en los barriles de la inexistente comida, con la esperanza de ser liberados por los equipos de rescate, o por la muerte; los supervivientes se acercaban a sus seres queridos y se apretujaban para entrar en calor, y para no perder la costumbre de hacerlo. El héroe, un joven Senegalés que hace unos años había sufrido las inclemencias de otra travesía desafortunada; cazaba, pescaba, recolectaba y alimentaba tanto a los estómagos vacíos, como a las esperanzas de los abnegados. Las paradisíacas palmeras, sacadas de una postal vacacional, arañaban y cortaban la reblandecida superficie de la piel mojada cuando intentaban arrancar sus hojas para crear refugios. La arena de la playa se les incrustaba entre los dedos de los pies, en la poca agua que cosechaban de la lluvia, y entre los dientes. Las improvisadas camas de los niños que parecían vacías al ser ocupadas por escuálidos cuerpecillos, estaban ordenadas igual que en una sala de hospital. Hechas de harapos, ropa deshilada y hierbajos que pinchaban. Y el rescate no aparecía por ninguna parte.
A una distancia relativamente cerca de allí, la vida seguía su curso. El niño no tiene hambre y desperdicia la comida, los mayores derraman la cerveza porque está caliente, algunos disfrutan del placer de quemar sus pulmones y otros en tirar aperitivos a la tele… porque su equipo no ha marcado un gol, en un lugar a más de siete mil kilómetros de distancia. Los supervivientes se encuentran más cerca. Pero ni su presencia, ni su desgracia “vende”; se trata de una sobremesa demasiado mascada.

Alexander Copperwhite

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