martes, 27 de septiembre de 2011

La deuda de los hombres

Antaño, cuando los mortales caminaban al lado de los dioses, los hombres temían lo sobrenatural. Las víboras de dos cabezas acosaban al ganado, los caballos alados surcaban los cielos, los llameantes dragones quemaban las cosechas, y héroes con fuerza divina rescataban a las doncellas. En aquellos tiempos, los dioses se deleitaban con los sabores de la mortalidad, se dejaban amar, se acurrucaban en alcobas vacías, engendraban hijos y cosechaban enemigos. La sangre de un dios, podía curar o marchitar el alma de un humano. Con sus dedos mágicos, florecían los almendros, el grano de los trigales brotaba, las aguas se endulzaban y el viento soplaba con premura para guiar a los barcos hacia buen puerto.
Llegó un día, que el hombre reclamó su lugar al lado de los dioses, no como siervo; sino como su compañero. Cogidos de la mano, los seres erguidos de este planeta aclamaron un cambio y esperaron pacientemente. Había llegado el día en que los antiguos y caprichosos dioses debían acostarse para dar paso a una nueva era.
Hace mucho ya de eso, y pocos son los que recuerdan a esos antiguos dioses, que antaño regían sus vidas. Ahora sólo son recuerdos lejanos de creencias perdidas y romantizadas. El estruendo del trueno es provocado por el magnetismo del planeta, y no por la voluntad de unos pocos.
Pero aunque no lo sepamos, aunque pensemos que la divinidad se ha simplificado y mora en nuestros corazones y hogares, ahí fuera, siguen durmiendo los ancestrales Titanes, siguen observando los antiguos dioses, y siguen protegiéndonos de los males ya olvidados. Y sus rostros aparecen desde lo más profundo de la tierra, esperando a que nos fijemos en ellos.
Alexander Copperwhite   

viernes, 23 de septiembre de 2011

Perdóname antes de morir

Lo que sucedió me resultó muy extraño. El día era como otro cualquiera. Aquí, en el norte. La nieve, blanqueaba el horizonte y las copas de los aletargados cipreses difícilmente se distinguían entre las montañas. El paso estaba abierto, o al menos, para nosotros. Mi abuelo me lo advirtió cuando sólo era un renacuajo. –La caza del zorro es un oficio tanto lucrativo, como peligroso-. Peligroso sí. Lucrativo, no tanto. Como decía, el día era como otro cualquiera. Los zorros de las nieves no son como el resto. Se trata de un animal extraño y reservado. Recubierto de un pelaje suave y hermoso, que abriga a su portador durante las largas noches del invierno y a la misma vez, le aporta un toque de elegancia. Se había convertido en un símbolo de estatus social. Con el fin de no dañar el pelaje, no cazaba con rifle sino con cepos de hierro y trampas de cuerda. El rifle sólo era para protegerme en caso de emergencia, nada más. Para este verano, había prometido a mi mujer que la llevaría de vacaciones al sur, cerca de la casa de sus padres. Al ver la ilusión que le hizo cuando se lo dije, me motivé aún más y me arriesgaba el doble de lo normal. Pobre iluso. Hoy debí atender al chasquido de mis tobillos. Cuando eso ocurría, mi cuerpo me alertaba de que algo malo sucedería, y no debía salir de caza. Pero no presté demasiada atención, y cegado por las ansias de hacer feliz a mí esposa, me vestí y salí.
Cuando divisé a la manada de zorros que se dirigían hacia mis trampas, me emocioné. Pensé que estaba equivocado y que el día resultaría magnifico. –Malditas premoniciones-. Aguardé un par de horas y me acerqué al lugar donde se dirigieron. ¡Que suerte! Tres en los cepos y dos en las trapas. Salí corriendo mientras pensaba en lo que me decía mi abuelo. –Nunca corras si no es necesario. Consumes más fuerza y no prestas demasiada atención a las cosas-.
Pisé una de mis trampas y la fuerza de la cuerda junto al tronco del árbol que actuaba como palanca, me tiró al suelo y me arrastró unos pocos metros. Con las manos intentaba sujetarme a cualquier cosa mientras a mis lados observaba como los zorros luchaban por escapar, al igual que yo. Y de repente, uno de mis cepos me enganchó la mano con fuerza y por poco me la separa del brazo. El dolor y el pánico se apoderaron de mí, y chillé. El ronco y desesperado sonido de mi voz ahuyentó a la poca fauna de los alrededores. Y las horas transcurrieron lentamente.
Ya no era capaz de mascar la nieve para bebérmela. No sentía mis labios, ni mis extremidades. Los zorros se habían muerto hace dos o tres horas. Pronto llegaría mi hora. La mente segregaba pensamientos confusos, fragmentados. Sólo el recuerdo de mi mujer esperándome me mantenía con vida. –Perdóname cariño. Me temo que debemos aplazar el viaje para otro momento-. Y se acabó.
Cuatro días más tarde. Dos enfermeras, un medico obeso, mis suegros y mi mujer, me observaban de pie mientras recobraba la conciencia. ¿Un milagro? ¿Casualidad? ¿El destino? Fuese lo que fuese, unos turistas despistados me salvaron. Y me llevaron a un hospital. Y vuelvo a acariciar la mano de mi querida esposa.

Alexander Copperwhite

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Desde el otro lado

Un eco atronador; un eco espantoso de un goteo incesante. Hundida en la absorbente oscuridad, la mano de la angustiada madre palpaba su contorno en busca de su hijo. No distinguía su respiración, ni el latido de su corazón, y eso que en el silencio de la oscuridad se escuchaba todo; hasta el maldito goteo que le rebanaba los sesos y le alteraba la respiración. Sus pulmones se oxigenaban con dificultad, sus parpados se estiraban por la ansiedad, su boca babeaba por el miedo y se erguía rígida con los brazos extendidos en busca de lo que más quería en el mundo. Con precaución, aunque con más miedo, arrastraba los pies por la superficie de la metálica cubierta, notando los remaches y los recortados tornillos que antes se ocultaban bajo una alfombra roja. Ahora sólo había oscuridad y la alfombra había desaparecido. –Hijo ¿dónde estás?-. Musitó la mujer con la poca voz que le quedaba. A veces se apartaba un mechón de pelo de la cara y descubría que no era suyo. ¿De quién era? Ya nada importaba. Apartaba los inertes cuerpos que le estorbaban y seguía su camino; blandos, humedecidos, fríos… sin vida. Esperaba lo peor. Su corazón latía con fuerza y sus ojos rebuscaban un ápice de luz en la oscuridad; pero en vano. –Hijo mío. Vuelve con mama-. Durante el incidente. Únicamente se le había escapado durante un segundo. –Un segundo. Por el amor de Dios. No me merezco tal castigo por un segundo-. Pensó la angustiada mujer. Y el incesante goteo que rebotaba en el eco de los alrededores, le rompía los tímpanos y le hervía la sangre. Las raíces de las plantas que antes se hallaban decorando la sala, en sus majestuosos tiestos de bronce y trepando por las enredaderas cerca de los tapices de castillos, ahora se enredaban por sus tobillos y le impedían arrastrase con seguridad. Se veía obligada a levantar los pies y a arriesgarse a tropezar con algún objeto, o con otros muertos. Porque a pesar de que caminaba entre las sombras, el resto de los cadáveres habían aceptado su destino y aguardaban quietos su turno para cruzar al otro lado. Pero la madre, aun estando muerta, no se rendía y buscaba a su pequeño. Y no sabía, que el incesante goteo que se escuchaba como un eco lejano, eran las lágrimas de su hijo que resbalaban por sus mejillas hasta caer sobre el rostro de su madre. El niño la abrazaba con fuerza junto a su padre y lloraba desconsolado, y sus llantos se convertían en gritos que atormentaban a la pobre mujer y no la dejaban marchar en paz.
Alexander Copperwhite

martes, 20 de septiembre de 2011

Desde las profundidades

Ladeando la rocosa costa de Escocia, a bordo del “María Antonieta” se disfrutaba de un esplendido día de verano. Las olas del mar rompían en los afilados filos, repletos de caracolas granates, lapas amarillentas, erizos, mejillones y restos de barcazas destrozadas. La suave y cálida brisa, acariciaba las blanquecinas velas y la lustrada cubierta del imponente navío. Las gentes de a bordo, vestidas con atuendos de paseo y otros con ropa de faena, observaban el lejano horizonte en busca de alguna ballena extraviada. El áspero tacto de la mar salada, empapaba la piel de los pasajeros y su olor, despejaba en profundidad sus fosas nasales. Los pulmones se liberaban del dióxido de carbono, la sangre recorría sus cuerpos con más fluidez, los pensamientos se aclaraban y un desorbitado apetito, a tarta de fresa y pasteles de chocolate, les recorría las entrañas hasta humedecer el paladar de sus bocas. Las damas portaban sombrillitas de colores, vestían pantalones cortos con lazos en los extremos y blusas muy finas, hechas de delicada seda. Los caballeros eran más clásicos. Pantalón blanco, zapatos náuticos marrones, camisa blanca y alguna que otra pajarita de color azul o verde con cuadrados rojos, al puro estilo escocés. Y los marineros de uniforme. Todo era perfecto.
A lo lejos; un punto en el océano burbujeaba. Un marinero anunció el avistamiento, un acaudalado pasajero obligó al capitán “reconsiderar” y rectificar el actual rumbo y las damas se amontonaron en las barandillas con gran expectación. De la nada apareció un muchacho, con gorra de béisbol marrón, un mono blanco con manchas de grasa y unos zapatos negros desgastados. Montó un gran trípode cerca de la proa, colocó una gran caja de madera con una enorme lente asomando por uno de los laterales y aguardó en silencio. Su mayor deseo era conseguir una fotografía del gran mamífero. Y su deseo, pronto se haría realidad.
Las precisas órdenes del contramaestre hacían que el gran velero se moviera armoniosamente, como un reloj de precisión. El punto del océano, que experimentaba una especie de ebullición, se encontraba a tan sólo unos metros del casco del barco. Pero resultó ser muy extraño. Y el silencio se apoderó de las gentes.
Un círculo perfecto se dibujaba en la azulada superficie. Las burbujas recorrían un recorrido perfecto, como largos hilos que provenían del abismo, hasta dibujar extensas líneas que terminaban en un fondo de color blanco espumoso. La mar se levantaba lentamente, creando olas de la nada y despidiendo un intenso olor a azufre y cal quemada. Una vaporosa sustancia, rosácea, apareció por la cubierta como si de un espectro se tratase; y provocaba un inmenso dolor de cabeza a los pasajeros y al personal.
El muchacho tropezó y se cayó de espaldas, pero no sin antes accionar el botón de su rudimentaria cámara de fotos que captó el momento exacto en que, una extraña criatura de metal brillante, emergía del agua y desaparecía volando a una velocidad increíble. Un destello de luz. Eso es lo que vieron todos o puede que se lo hubieran imaginado. Aunque… aún quedaba una prueba que todos desconocían. La fortuita foto del muchacho… que tardarían en desvelar, y aún más en descifrar.

Alexander Copperwhite

domingo, 18 de septiembre de 2011

El cantar del tiempo

En cuanto las primeras gotas de lluvia alcanzan el suelo, el ciclo de la vida se reaviva. Los humedecidos bulbos se remueven lentamente, y crecen hasta convertirse en tulipanes, y narcisos, y jacintos, y lirios… Apartan la tierra lentamente mientras empujan su frágil cuerpo hacia la superficie. Las diminutas criaturas de antenas torcidas y articulados exoesqueletos, caminan por las hojas en busca de migas de ambrosia, y de néctar. Se alimentan de las diminutas cortezas y de los frutos secos de la naturaleza. A lo alto, las aves contemplan la creación, despreocupadas. Con su suave aleteo, su plumaje se curva hacia arriba y hacia abajo, y su pico rompe el viento. Cantan, se deslizan y se posan sobre las ramas de los árboles que a su vez, amortiguan su aterrizaje con un suave contoneo. El verde vegetal adorna en marrón de la tierra y se acentúa con el azul del cielo. Un pequeño riachuelo, desemboca en la pequeña cascada creada por los desprendimientos del tiempo. Gorgotea sin cesar, acompañando los gorjeos de un ruiseñor, el chirrido de una chicharra y el silbido del viento. Un boquete en uno de los troncos da cobijo un nido hecho con ramitas de sauce, en otro rincón, una liebre asoma la cabeza desde su madriguera, las mariposas revolotean a su antojo y las abejas recolectan los ingredientes necesarios para elaborar la miel primaveral. Tras el susurro de las hojas verdes y frondosas de un olivo centenario, se esconde una cría de ciervo que se esfuerza en dar sus primeros pasos. Y cuando da unos traspiés, la naturaleza lo tranquiliza y lo anima a volver a levantarse. Los mojados tréboles que brotan cerca de la cascada, se inclinan al cargarse de agua y cuando por fin la sueltan, regresan a erguirse como al principio, y el agua vuelve a molestarles, y se vuelven a inclinar. Todo resulta armonioso, como una orquestra en una ensayada sinfonía. Y el tiempo se pausa para que seamos capaces de observarlo todo sin perder detalle. Lentamente.   


Alexander Copperwhite

martes, 13 de septiembre de 2011

La llama eterna

Tras  la cenefa de un alabastro, se resguardaba del viento una pequeña niña, llamada Isis. Con las manos congeladas, el abrigo roto, los botines agujereados y la cara pálida, mendigaba un trozo de pan o cualquier pizca de filantropía. Antaño, había sido princesa de un reino muy, muy lejano que su nombre se había borrado con el paso del tiempo. Por corona tenía un trozo de tela que mantenía de una pieza a base de costuras primarias y remiendas ocasionales; como cetro portaba un palo, para ahuyentar a los perros y los gatos que se le acercaban. Y cuando la noche caía sobre sus debilitados huesos, dudaba de si al día siguiente volvería a levantarse.
La borrosa imagen de un pobre anciano, fijándose en ella. Le sorprendió. Especialmente porque el anciano era ciego. Sus ojos de color marfil amarillento, resguardaban sus pensamientos y sus intenciones. Pero ahí estaba; mirándola fijamente como si nada más existiera en el enorme mercado. Las voces de los mercaderes, ofertando manzanas a buen precio, gallinas de buen sabor, especies de continentes lejanos y cebollas de lágrima dulce, no distraían al anciano. Por fin había descubierto el tesoro perdido.
Tras una larga caminata, la princesa y el anciano conversaban con la boca cerrada. Ya se conocían desde antes pero, al menos ella, no sabían de qué. Puede que se hubieran visto en una vida olvidada o en un momento cualquiera. Puede que en realidad nunca se hubieran conocido y únicamente ardieran en deseos de compartir el silencio. El atronador silencio que ocupaba sus mentes, mientras las chispas de una fogata en la chimenea de la rudimentaria habitación resonaban como truenos.
Cuatro días más tarde, sobreviviendo a base de sopa de zanahorias y pan enmohecido, ninguno de los dos se había pronunciado. El anciano alargó la mano, tímidamente, y tocó el rostro de la princesa, que súbitamente se sonrojó al sentir el calor humano en su desfogada piel. El anciano volvió a ver. Sus corneas se aclararon como pastas de colores disueltas en agua y su blanquecino pelo se le cayó al suelo. En su lugar, dos ojos verdes y enormes renacieron y una cabellera rubia y larga se extendió hasta su cuello. Con cuarenta años menos, el anciano se encontró a sí mismo, y junto a él, a su tesoro perdido.
- Por fin os reconozco princesa. –Musitó el nuevo príncipe-.
- Me llamo Isis. ¿Quién es usted?
- Soy tu príncipe. Y no te llamas Isis.
- ¿Cómo me llamo entonces?
- Te llamas Esperanza. Llevo siglos buscándote para llevarte de vuelta.
- ¿A dónde?
- Al reino que perteneces. Al reino que nunca debiste abandonar. Al lugar donde jamás se apagará tú llama. Te llevaré de vuelta, al corazón de los hombres, porque lo último que se pierde… es la esperanza.
Alexander Copperwhite

viernes, 9 de septiembre de 2011

Bajo el mar

 Sus ojos reflectaban las caricias del mar y de sol, a través de la ondulada imagen de las olas. Las algas verdes, se contoneaban al ritmo de la marea, y los peces que descansaban cerca del arrecife, también. La espumosa respiración que exhalaba la feliz pareja, raudamente emergía hasta alcanzar la lejana y apacible superficie. Un coro de sardinas aleteaba a su alrededor, emulando un enorme remolino repleto de vida. Un pez manta, de extraordinarias dimensiones, mimaba el arenoso fondo del mar mientras se alejaba. Un calamar tintaba su entorno de azul oscuro que se diluía entre las cálidas corrientes. Los movimientos de la joven, emulando a los de una sirena, enamoraban a su acompañante que disfrutaba con su contoneo. Unas caricias, unos besos fingidos a través de las gafas de buceo, unas sonrisas marcadas por los ojos. El incesante burbujeo de amor, se adaptaba a la perfección bajo el mar. Un pez mariposa, de colores amarillos anaranjados con rayas negras, se acercaba para observar. Un adormilado pulpo aguardaba, y las olas, rompían en la superficie creando un manto blanco que sombreaba a la pareja. Nubes de agua las llamaron. Y en ese lugar perfecto. En el espacio donde se originó la vida en la tierra. Se prometieron amor eterno sin hablar, y con sus caricias, se prometieron que estarían juntos para siempre.
Alexander Copperwhite