viernes, 23 de septiembre de 2011

Perdóname antes de morir

Lo que sucedió me resultó muy extraño. El día era como otro cualquiera. Aquí, en el norte. La nieve, blanqueaba el horizonte y las copas de los aletargados cipreses difícilmente se distinguían entre las montañas. El paso estaba abierto, o al menos, para nosotros. Mi abuelo me lo advirtió cuando sólo era un renacuajo. –La caza del zorro es un oficio tanto lucrativo, como peligroso-. Peligroso sí. Lucrativo, no tanto. Como decía, el día era como otro cualquiera. Los zorros de las nieves no son como el resto. Se trata de un animal extraño y reservado. Recubierto de un pelaje suave y hermoso, que abriga a su portador durante las largas noches del invierno y a la misma vez, le aporta un toque de elegancia. Se había convertido en un símbolo de estatus social. Con el fin de no dañar el pelaje, no cazaba con rifle sino con cepos de hierro y trampas de cuerda. El rifle sólo era para protegerme en caso de emergencia, nada más. Para este verano, había prometido a mi mujer que la llevaría de vacaciones al sur, cerca de la casa de sus padres. Al ver la ilusión que le hizo cuando se lo dije, me motivé aún más y me arriesgaba el doble de lo normal. Pobre iluso. Hoy debí atender al chasquido de mis tobillos. Cuando eso ocurría, mi cuerpo me alertaba de que algo malo sucedería, y no debía salir de caza. Pero no presté demasiada atención, y cegado por las ansias de hacer feliz a mí esposa, me vestí y salí.
Cuando divisé a la manada de zorros que se dirigían hacia mis trampas, me emocioné. Pensé que estaba equivocado y que el día resultaría magnifico. –Malditas premoniciones-. Aguardé un par de horas y me acerqué al lugar donde se dirigieron. ¡Que suerte! Tres en los cepos y dos en las trapas. Salí corriendo mientras pensaba en lo que me decía mi abuelo. –Nunca corras si no es necesario. Consumes más fuerza y no prestas demasiada atención a las cosas-.
Pisé una de mis trampas y la fuerza de la cuerda junto al tronco del árbol que actuaba como palanca, me tiró al suelo y me arrastró unos pocos metros. Con las manos intentaba sujetarme a cualquier cosa mientras a mis lados observaba como los zorros luchaban por escapar, al igual que yo. Y de repente, uno de mis cepos me enganchó la mano con fuerza y por poco me la separa del brazo. El dolor y el pánico se apoderaron de mí, y chillé. El ronco y desesperado sonido de mi voz ahuyentó a la poca fauna de los alrededores. Y las horas transcurrieron lentamente.
Ya no era capaz de mascar la nieve para bebérmela. No sentía mis labios, ni mis extremidades. Los zorros se habían muerto hace dos o tres horas. Pronto llegaría mi hora. La mente segregaba pensamientos confusos, fragmentados. Sólo el recuerdo de mi mujer esperándome me mantenía con vida. –Perdóname cariño. Me temo que debemos aplazar el viaje para otro momento-. Y se acabó.
Cuatro días más tarde. Dos enfermeras, un medico obeso, mis suegros y mi mujer, me observaban de pie mientras recobraba la conciencia. ¿Un milagro? ¿Casualidad? ¿El destino? Fuese lo que fuese, unos turistas despistados me salvaron. Y me llevaron a un hospital. Y vuelvo a acariciar la mano de mi querida esposa.

Alexander Copperwhite

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